El próximo viernes 26 de noviembre Descentrados vuelve a la acción (aplausos), y lo hace con la presentación de una novela de acción, aventuras, misterio, ciencia, religión… cuyo objetivo principal, según su autor, es entretener, pero que nos hará detenernos a reflexionar sobre lo que se oculta de verdad entre sus páginas.
Su título Pathos y su autor: Jesús María González Mallo. Un escritor novel que ha tenido a bien contestar a nuestras preguntas descentradas para que le vayáis conociendo. Os dejamos con la entrevista y os animamos a acompañarnos el viernes en el bar Aleatorio de Malasaña (Madrid) a las 19:00 h y a que disfrutéis con todo lo que tiene para contarnos.
Y sin más dilación os presentamos a TATATACHÁN (redoble de tambores): Jesús María González Mallo.
Descentrados: ¿Cervantes o Shakespeare?
J.M.G.M.: Los dos, cada uno en lo suyo. Unos maestros que han marcado la historia de la literatura en inglés y en castellano.
Descentrados: ¿Chendo o Maradona?
J.M.G.M.: Chendo, sin duda, él es el Maradona fuera del campo.
Descentrados: ¿Eastwood o Tarantino?
J.M.G.M.: Clint, mucho mejor actor… ja, ja, ja.
Descentrados: ¿Mortadelo o Tintín?
J.M.G.M.: Me he reído más con Mortadelo que con cualquier otra cosa de este planeta.
Descentrados: ¿Boloñesa o carbonara?
J.M.G.M.: Boloñesa que la carbonara me llena demasiado.
Descentrados: ¿Serie o película?
J.M.G.M.: Películas. En las series no se cuidan los detalles. La mejor El bueno, el feo y elmalo. Leone no daba puntada sin hilo.
Descentrados: ¿Perros o gatos?
J.M.G.M.: Cualquier animal, me gustan todos.
Descentrados: ¿Té o café?
J.M.G.M.: Café, lo tomo de forma medicinal (para mantenerme despierto), pero a mí lo que me gusta es la leche sola fresquita.
Descentrados: ¿Ciencia o religión?
J.M.G.M.: Ciencia. Si la pregunta fuese: ¿ética o religión? hubiese elegido religión :).
Descentrados: ¿Rossi o Márquez?
J.M.G.M.: Rossi desde que Márquez le hizo perder el décimo mundial. Un gran campeón no hace esas cosas.
Descentrados: ¿Coma o punto?
J.M.G.M.: Ja, ja, ja, ja, ja, desde que acabamos de editar el libro ya no sé distinguirlos.
Descentrados: ¿Relato corto o novela?
J.M.G.M.: Novela. El relato corto se me queda corto, aunque admiro el poder de transmisión que tiene.
Descentrados: ¿Playa o montaña?
J.M.G.M.: La naturaleza en general, pero me siento más cómodo entre peces, así que playa.
Descentrados: ¿Londres o Madrid?
J.M.G.M.: Madrid, sin duda. Londres está muy bien, pero como en España no se vive en ningún sitio.
Descentrados: ¿Templarios o masones?
J.M.G.M.: Templarios. Daría lo que fuese por saber qué encontraron en las ruinas del Templo de Salomón.
Descentrados: ¿Por qué hay que leer Pathos?
J.M.G.M.: Pathos es una historia, no trata de ser Historia, no busca la precisión histórica para luego retorcerla al son de una novela de aeropuerto. Simplemente cuenta una historia con los recursos que el escritor tenía a su disposición y con el único objetivo de proporcionar una lectura entretenida.
Descentrados: ¿Qué es lo que más y lo que menos te ha gustado de trabajar con nosotros?
J.M.G.M.: Lo que menos el trabajo extra que no me esperaba. Lo que más el detallismo con el que trabajáis, en todos los sentidos: en los defectos que encontráis en el libro, pero también en cómo me habéis tratado, planteado los cambios y cómo me habéis llevado a montar un texto mejor.
Para nosotros ha sido un placer trabajar contigo, Jesús, y que te hayas unido a nuestra familia descentrada.
A Azahara le gustan los cuentos. Le gusta leerlos, pero también escribirlos e ilustrarlos. A Azahara la quiero desde mucho antes de que llegara a este mundo. Azahara tiene cinco años y es más bonita por dentro que por fuera, y por fuera lo es mucho.
Azahara aún no sabe lo que quiere ser de mayor, pero sabe que también será escritora.
Azahara hoy me ha emocionado y ha conseguido que, por un rato, mientras leía su cuento, me olvidara de todas las cosas feas que nos pasan. Por eso, para mí, Azahara ya es escritora.
A Azahara le gustan los abrazos y las superheroínas. Azahara escribe cuentos tan preciosos como este.
No dejes nunca de escribir, Wonder Woman, ni de perseguir tus sueños.
En este año 2020 nos han sobrado lágrimas, incredulidad, impotencia, muertos, cifras, dolor… Nos ha sobrado una pandemia. Nos ha sobrado un virus.
En este año 2020 nos han faltado risas, encuentros, momentos, libros, besos, ferias, caricias, presentaciones… Nos han faltado abrazos. Nos ha faltado vida.
Hace unos meses escribí un pequeño poema contando lo que sentía, lo que muchos/todos sentíamos y a lo que necesitaba poner palabras. Decía así:
Y un día más
me sangran los abrazos que contengo,
me arañan las caricias que proyecto,
me duelen los besos que no doy,
los sueños que pierdo en cada insomnio,
las sonrisas ocultas,
los minutos perdidos
y las ilusiones muertas.
Hoy quiero pensar, con todas las ilusiones puestas en este 2021 que vamos a comenzar y, por supuesto, en la vacuna contra este maldito virus, que la vuelta a la antigua normalidad está cada día más cerca.
Desde Descentrados queremos desearos un año nuevo lleno de libros, de cultura, de ilusiones y de abrazos, porque no hay ansiolítico mejor que un abrazo calentito.
Hoy toca miedo. Os dejamos con dos cuentos descentrados de nuestra autora más terrorífica.
LA VOZ DE LOS MUERTOS
Mi abuela Isabel falleció la madrugada del 31 de octubre, sí, la noche de los muertos.
Murió de vieja. Yo aún era un crío, pero mi madre me hizo pasar a despedirme de ella. Era la primera vez que veía la muerte tan de cerca y tenía miedo; entré despacio en la habitación, sin perder de vista el cuerpo sin vida de mi abuela que yacía inmóvil sobre su cama.
Mi madre me acompañaba cogiéndome de la mano que no dejaba de temblar.
Mis ojos se llenaron de lágrimas pensando que nunca más volvería a verla. Fue entonces cuando escuché aquella extraña voz que parecía venir de muy lejos y susurraba:
––No llores…, es un año…, solo un año ––la frase se repetía como un bucle––. No llores…, un año…, solo es un año…, no llores…, solo es un año…, no llores…
––¿Has oído eso mamá? ¿Quién ha hablado? ¡Ha tenido que ser la abuela, mamá! ––sollocé desencajado y apenas sin aliento.
––No digas tonterías, yo no he oído nada. Salgamos de aquí, estás muy afectado.
Mi madre me convenció de que todo había sido fruto de mi imaginación, que los nervios y el miedo me habían jugado una mala pasada. Cuando me levanté al día siguiente también yo mismo estaba seguro de que todo había sido un mal sueño: los muertos no hablan, eso estaba claro.
Pasó el tiempo. Aquella frase y aquella voz cayeron en el olvido. No volví a pensar en ello.
Hacía ya un año que mi abuela había muerto. Esa noche era la gran fiesta de Halloween en el instituto, tenía mi disfraz de zombi preparado desde hacía días. Estaba emocionado, Cloe había accedido a acompañarme, iba a salir con la chica más guapa de clase, estaba ansioso por verla vestida de bruja gótica.
Justo a medianoche comenzaban los fuegos artificiales. El cielo se iluminó de repente, el espectáculo era impresionante.
Nadie se explica cómo pudo pasar, pero una bengala alcanzó los harapos de mi traje de muerto viviente, que ardió en pocos segundos. Intentaron apagar el fuego que me estaba consumiendo, pero fue inútil, no pudieron hacer nada por mí. Fallecía en la unidad de quemados del hospital unas horas después.
Cuando mis ojos se cerraron para siempre a la vida vi claramente la imagen de mi abuela que sonriendo me susurraba:
––Te lo dije, cariño…, ahora estaremos juntos para siempre.
Mi madre lloraba a los pies de la cama del hospital cuando me escuchó decir:
––¿Lo ves mamá?, los muertos sí hablamos.
NO CORRAS
No sé por qué corría por aquella calle desierta en plena noche y en pijama.
Tenía la extraña sensación de que mi cuerpo se desmaterializaba sin que yo pudiera hacer nada por evitarlo.
Pronto comprobé que se trataba de algo más que una sensación. Instintivamente había cogido el móvil y las llaves al salir de casa, tampoco recordaba haberlo hecho.
Las cambié a mi mano izquierda en un intento desesperado de sacarme una foto con el teléfono que me convenciera de que seguía entero, eso me tranquilizaría. No lo conseguí.
Las llaves cayeron al suelo rompiendo con su sonido el silencio de la noche.
Aun así hice aquella maldita foto, en la pantalla no había ni rastro de mi mano izquierda y mi brazo no era más que una colección de píxeles borrosos.
Despavorido me dirigí a casa. Entré en el ascensor con complejo de vampiro: ya no conseguí ver mi imagen reflejada en el espejo.
Atravesé la puerta temblando y preso de un ataque de pánico. No podía respirar.
En el salón, convertido en un improvisado tanatorio, mi familia y amigos velaban mi cadáver.
La muerte me sorprendió mientras dormía.
Traté de huir. No llegué muy lejos.
Los dos textos pertenecen al libro “Fundido en negro” de Teresa Oteo. Si no os han gustado las reclamaciones a la autora, pero si os han encantado y queréis un ejemplar, poneos en contacto con ella en teresaoteo@descentrados.es.
Esperamos que estéis todos bien y echándonos un poquito de menos. Teníamos muchas ganas de volver, de deciros que seguimos trabajando y haciendo libros, que es lo que más nos apasiona.
La situación que estamos viviendo es muy complicada para todos. Son tiempos difíciles para una editorial pequeña y descentrada como la nuestra, pero aunque nos vemos muy limitados por la dificultad para realizar eventos, presentaciones o cualquier tipo de acto literario no estamos parados, al contrario, seguimos trabajando en “la oscuridad para servir a la luz” y la luz, en este caso, son los libros y vosotros, queridos autores y lectores descentrados.
Estamos a tope con correcciones de manuscritos y con la publicación de los libros de varios autores que, en estos tiempos, han optado por la autoedición y por encargarse ellos personalmente de la distribución de sus libros. Ya sabéis que Descentrados tiene un sello de autoedición bajo el que ya han publicado escritores como Joelma González Castilla (autora del cuento La chica que no tenía nada más que perder) y José Vicente García (Sueños de escayola), a José Vicente le conocéis muy bien porque ya formaba parte de nuestro catálogo descentrado. En breve se unirá a la familia Juanma Andrés con su novela de espías Sol en la sombra. Si estáis interesados en adquirir cualquiera de estas obras podéis contactar con nosotros y os pondremos al habla con los autores para que os envíen sus libros u os digan cómo conseguirlos. De todas formas, los podéis localizar fácilmente en redes sociales.
También somos “culpables” de la corrección de las dos novelas de la saga del detective jubilado Pedro Fernández: Una copita de veneno, por favor y Una copita de venganza, operación tute del escritor José Luis Tobaruela González, y del libro de relatos Transeúntes (Sancho Valderas).
Y además de todo esto os contamos que tenemos dos publicaciones aplazadas por culpa de la pandemia y que deseamos que vean la luz lo antes posible: Pathos, una novela de acción, misterio y caballeros templarios, del autor Jesús González Mallo, y una antología de poemas y relatos eróticos de la escritora gaditana Nuria Cifredo con ilustraciones del dibujante Francisco Asencio.
Como veréis seguimos con muchos proyectos y mucha ilusión que queremos continuar compartiendo con vosotros; así que, ya sabéis, si tenéis algún manuscrito para corregir, para que os ayudemos con el estilo o algún texto para valorar estaremos encantados de ayudaros. Os esperamos en info@descentrados.es y en nuestras redes sociales como @descentrados.
¡Cuidaos mucho y nos vemos pronto! Nosotros seguimos trabajando.
Seguro que muchos os estáis haciendo esa pregunta y para saciar vuestra curiosidad acudimos raudos y veloces a responderla. La verdad es que en Descentrados no paramos ni un momento. Mientras terminamos de corregir y de poner bonitas nuestras dos ssiguientes publicaciones, que saldrán antes del verano y de las que ya os hablaremos en próximas entradas, hacemos una paradita para pasar por aquí a contaros los eventos que se avecinan.
Este fin de semana estaremos en el III Festival de Literatura Infantil y Juvenil de Tres Cantos en el que Javier Fernández Jiménez presentará su novela El paseo de Jaima que está imparable recorriendo España.
La siguiente cita la tenemos el 20 de marzo en Valdemoro con Sancho Valderas y su Imaginación mental transitoria. Y celebraremos el Día de la Poesía y la llegada de la primavera en Navalcarnero, pronto os diremos dónde y cuándo, disfrutando de la mejor poesía descentrada de Alberto Vicente, Victoria Embid y alguna sorpresa.
Y terminamos este simulacro de calendario descentrado avanzando que el próximo 25 de abril (sábado) en la biblioteca de la Rambleta (Valencia) habrá una presentación conjunta de los libros A Macondo se va en línea recta de David Reche y Cometas cruzando el sol de José Vte. García Torrijos que también nos hablará de su novela Sueños de escayola.
Por supuesto, estáis todos súper invitadísimos a estos eventos y esperamos veros en alguno de ellos.
Nosotros continuamos trabajando para que estos libros sigan su camino y los que están en proceso lo inicien pronto.
Gracias a todos por seguirnos, a los que lo hacen desde la oscuridad que sabemos que sois muchos, también.
¿Que qué nos trae aquí hoy aparte de felicitaros el año, como no podía ser de otra manera? La respuesta es muy sencilla, comenzar este 2020 con una buena lectura que, en esta ocasión, nos regala Victoria Embid, autora del mucho más que recomendable poemario Remendando alas.
Llegó el gran día. Debo confesar que estamos algo nerviosos. Mamá corre de un lado a otro en su afán porque todo sea perfecto. Por muchos años que pasen ella sigue creyendo que esto será posible sin darse cuenta de que en lo inesperado está la magia.
Por la mañana nos ha acariciado con sus manos de pluma, como hace cada día, mientras papá iba a comprar las cosas que necesita para la cena, que esta tarde preparará en su habitual ritual alquímico, capaz de transformar cualquier alimento en una fiesta para los sentidos.
Nosotros estamos como más nos gusta, pegados unos a otros como si fuéramos uno, pero sabiendo que todos ocupamos un lugar único en el corazón de esta casa.
Reconozco que, desde hace un rato, hemos empezado a ponernos nerviosos porque mamá ha encendido ya las luces del árbol, señal inequívoca de que los nuestros están a punto de llegar.
Expectantes porque hemos escuchado, aunque hablaban bajito por teléfono, que quizás Mario traiga esta noche un nuevo miembro a la familia, aunque quizás solo escuchamos lo que queríamos oír. A veces el deseo hace de las suyas y la imaginación se pone a trabajar inventando realidades.
Que regrese Mario por Navidad es siempre motivo de fiesta. Nadie nos acaricia como él, con tanta ternura. Siempre nos recuerda las aventuras que vivimos juntos y las emociones compartidas que, según sus palabras, nos hacen en gran parte responsables de que él sea quien es. Saber que tan pequeños podemos ser grandes en el alma de alguien es otro de los regalos que nos trae cada año la Navidad.
Suena el timbre. Nos encantaría salir a recibirles pero decidimos quedarnos quietecitos alargando el encuentro deseado. Y ahí están, Mario con esa sonrisa interminable como sus piernas y Ana, la más pequeña de la familia, aunque ya ha cumplido los treinta.
Tras el ritual de abrazos y besos, Mario nos mira de reojo mientras se acerca despacio, como si no quisiera hacer ruido para no romper la magia del momento. Mi corazón se sale del pecho. Me mira mientras me acaricia susurrando mi nombre. Sonríe, siempre sonríe en nuestro reencuentro de Nochebuena, mientras nos habla sin palabras como solo él sabe hacer.
Desde esta esquina no puedo ver con claridad todo el espacio pero Mario, como si pudiera escuchar mis pensamientos una vez más, se acerca a la entrada. Regresa con algo entre sus brazos. Me asomo tanto que casi me caigo. ¡Ahí están, y no es uno sino tres! Los coloca bajo el árbol, en ese lugar privilegiado que siempre nos otorga cuando llegamos a esta casa.
Todos estamos contentos, deseosos de que tras la cena, nos descubran sus caras y pronuncien sus nombres. A mi lado, «Eva Luna» y «Demian» fantasean con que uno se quede junto a ellos, aunque sabemos que pasará un tiempo hasta que esto suceda, porque los primeros días se los llevan a todas partes, incluso duermen con ellos en su habitación.
Con la emoción olvidé presentarme, soy «La mujer habitada», de Gioconda Belli. Aunque formamos parte de esta familia ninguno nacimos aquí. Llegamos un día como regalos, desde el amor de nuestros padres que nos dieron forma para llenar la vida de otros, como la de Mario, empeñado cada año en que los suyos disfruten como él de nuestra magia.
Y aquí seguimos juntos, pegaditos unos a otros como más nos gusta. Ocupando un espacio único en el corazón y las estanterías de esta casa, dispuestos a despertar memorias y paisajes en el alma de los que nos leen.
Esperamos que os haya gustado y nos leemos pronto.
Ya casi en Nochebuena os traemos nuestro segundo regalito en forma de relato navideño, esta vez de la mano de José Vte. García descentrado autor de Cometas cruzando el sol, fantástico libro de relatos que podéis encontrar en nuestra web y librerías colaboradoras.
Todos los
sábados por la mañana, camino del mercado, Josefa se acercaba a la
administración y compraba un billete de lotería. Siempre, desde hacía ya doce años
tomaba el mismo número a pesar de que jamás le había tocado más allá de la devolución
o alguna pedrea; nunca una cantidad importante, de esas que permiten darse
algún buen capricho.
Este detalle no le
hacía perder la esperanza y como un reloj acudía fiel a su cita con la
administración de su barrio. Mari Carmen, la lotera, y ella se habían hecho buenas amigas a fuerza de compartir
ilusiones; las dos cómplices en esa cifra de fe casi desde el principio, confidentes
de sus propias quimeras que manifestaban en el ceremonial, mitad en broma,
mitad en serio, de frotar el décimo en la espalda, algo jorobadita, de la vendedora,
con la idea de que ese gesto, como si de un toque mágico se tratara, sería el
que inevitablemente les traería la suerte.
Todas las
semanas lo repetían, sin faltar ninguna. Josefa estaba convencida de que su día
llegaría y de que ese número, su número, saldría tarde o temprano y que por fin
tocaría el cielo con las manos.
Quizás fuera esa ilusión la que cada sábado le hacía soñar, imaginaba todo lo que iba a hacer con el dinero que ganaría; fantaseaba en hacer un gran viaje con su marido, ese pobre cabezón que nunca tuvo un solo gramo de suerte, que llevaba más de dos años parado y que a sus mal llevados cincuenta y seis años tenía cada vez menos esperanzas de encontrarlo; o tal vez se haría un lujoso vestido largo y pasaría una noche entera bailando como epílogo a una romántica cena con su, ahora sí, resucitado marido, que enfundado en un elegante smoking estaría irresistiblemente atractivo. Y ya puestos a soñar cumpliría su gran deseo, compraría una casa. Sería en el campo, donde siempre les había gustado vivir, en su pueblo, en aquella casona preciosa a la que tenía echado el ojo desde hacía tanto, con su pequeño terreno donde cultivarían hortalizas, poblado con un montón de árboles frutales y una granja donde criaría animales con mimo. Ese sí que sería un buen lugar donde respirarían aire puro todos los días.
Pero aquel día las fantasías solo le duraron un suspiro,
el que le quedó de abrir el monedero y comprobar que no tenía dinero suficiente
para el billete del sorteo de Navidad de la semana siguiente. Con gesto de
fastidio quedó con Mari Carmen en pasar más adelante.
Fue ese revés el
que le hizo regresar a la realidad, la de las penurias, la que le conformaba tan
solo con poder conseguir algún día un piso con ascensor, que ya se sentía mayor
y las piernas las tenía castigadas de tanto subir las cinco alturas tantas
veces al día; con una cocina grande donde colocar el ansiado lavavajillas y con
ventanas exteriores para que llenaran las habitaciones de luz, bien amplias para
que dejaran pasar el aire limpio en lugar del enrarecido ambiente que subía del
deslunado interior al que daban las de su casa.
Hoy, Josefa ha dejado de soñar. Una fractura de tibia la mantiene recluida en casa, cinco días hace que se cayó de las escaleras que limpiaba. Con atención sigue el sorteo de Navidad por televisión, como todos los años. Es cuando con soniquete campanillero un niño de San Ildefonso solfea un número que ella conoce de memoria. Sí, es el suyo, el que lleva tantos años jugando el que canturrean como primer premio, el Gordo de Navidad. Primero lanza un grito de alegría que casi la hace caer por el peso de la escayola que enfunda su pierna; luego, su rostro se torna en angustia y desilusión cuando se da cuenta de que su marido nunca fue a retirarlo.
—Poco dura la
alegría en la casa del pobre —piensa con tristeza.
Antonio no sabe cómo
consolarla. Maldice su suerte y se siente culpable por esa dejadez que tantas
veces le ha reprochado, la poca confianza que provocó no haber comprado el décimo
como ella le había indicado. Es ahora que la mira con encogido disimulo cuando apenas
reconoce a una mujer desolada y abatida, tan distinta de su alegre y desenfadado
carácter habitual. Y entonces empieza a ser consciente de lo que ese billete significaba,
cuánto de una apacible y placentera vejez se ha volatilizado con su olvido.
Cabizbajo y sin saber qué decir, asiste entre apenado y resignado a sus lamentos, los que confirman que una vez más la fortuna les ha dado la espalda.
—No era para
nosotros —trata de consolarla con poco convencimiento.
Durante un buen
rato no se oye nada, el silencio se podría cortar. La televisión, con el sonido
apagado, emite imágenes de sus propios vecinos festejando con cava el dinero
que les va a cambiar la vida. La apagan entre lamentos, bastante tienen con
asumir que ellos volverán a la rutina que nunca cambió. Josefa, cuando se
recupere, seguirá limpiando patios por setecientos euros al mes; Antonio pasará
como todos los días por la oficina del paro para mirar las ofertas de empleo,
luego pateará algunas fábricas pidiendo una faena que sobradamente sabe que no
le darán.
Finalmente, ese
silencio es repentinamente roto por el estridente sonido del timbre del
teléfono que de golpe les saca de sus aislamientos, Josefa, con gesto de
derrota reflejado en la cara lo pide y su marido se lo entrega servicial.
—Hola, Josefa —dice la voz al otro lado del teléfono— soy Mari Carmen, quería decirte que en el anterior sorteo nos salió la devolución y que hoy, al ver que no pasabas a recogerlo, he empleado el dinero en comprar tu décimo de esta semana. ¿Ya sabes que te ha tocado la lotería?
En un momento dado, Josefa dejó de oír lo que le hablaban, porque de nuevo había vuelto a soñar.
Descentrados quiere celebrar la Navidad con todos vosotros y lo va a hacer, como no podía ser de otra manera, con sorpresas y buenas lecturas. Para ello, a partir de hoy y durante las próximas semanas vamos a ir publicando regalos navideños que nuestros autores descentrados quieren compartir con vosotros, regalos en forma de relato y, quién sabe, quizá alguno un poco más poético.
Comenzamos hoy con nuestro querido David Reche, autor de A Macondo se va en línea recta.
Un huerto en las montañas
Me desperté cuando el primer rayo
de sol que asomó tras la duna me abofeteó en la cara. El crujido de la arena
entre los dientes retumbó en mi cabeza como si fuera mi propia existencia
desmoronándose bajo el peso de la resaca. Así que antes de abrir los ojos
recité mis maldiciones matutinas, a modo de mantra reconfortante que me
recordara el tipo de persona que era; y cuando creí estar en condiciones me
enfrenté al cielo limpio y generosamente vacío que lo llenaba todo. El día se
desperezaba, como yo, de mala gana sobre aquel desierto cruel en el que era una
patraña eso que nos contaron en la escuela: ¡no en todos los desiertos hace
frío de noche!
Mi cerebro me traicionó y, con la
loable intención de refrescarme, hurgó entre los recuerdos hasta encontrarme en
la piscina del jardín, disfrutando de una limonada y evadiéndome de la pelea
entre mi mujer y los niños a propósito de las horas de la digestión.
Sí, no se extrañen. Yo tuve, o
quizá aún tengo, una casita con jardín, una esposa amantísima pero fuerte e
independiente, dos hijos y un perro al que saco a pasear los domingos cuando
voy a comprar el periódico. O puede que sea un recuerdo inventado por mi
cerebro para vengarse de los excesos de anoche, quién sabe. El caso es que encontré
las fuerzas para levantarme penosamente, controlando el bombeo de sangre para
que no me estallara la cabeza. Solo cuando estuve de pie me di cuenta de que
llevaba una botella de whisky agarrada en la mano izquierda, por eso me
había costado tanto incorporarme. Maldije al figura que incluyó esa bebida en
la cesta de Navidad de la empresa (¡yo odio el whisky!) y volví hacia la
planta de extracción de gas, perdida en el mar de arena de un desierto que solo
conocían sus habitantes y otros desgraciados como yo.
Con la botella en una mano y la
otra en el bolsillo del pantalón, buscando la caja de aspirinas que suelo
llevar encima, escalé a trompicones la duna que me separaba del campo de
extracción. Aún se veían indicios de la juerga de Navidad que nos montamos la
noche anterior: el Jeep del gerente atascado fuera de la pista de entrada a la
planta y con el motor en marcha, los pilotos rotatorios de las señales de
emergencia diseminados alrededor de los módulos dormitorio, todas las puertas abiertas de par en
par y ni un alma en la caseta de vigilancia. Parecía que no era yo el que había
terminado la noche en peores condiciones, incluso la torre de extracción estaba
en silencio. Meneé la cabeza incrédulo y aventuré que el director nos
machacaría con las horas extra que podríamos cargar al proyecto. Le dediqué con
el pensamiento un saludo «cariñoso», recordando lo absurdo de su
decisión de no poder volar de vuelta a casa para Nochebuena, y me dirigí al
módulo de control para ser el héroe del día: pondría de nuevo la planta en
funcionamiento y manipularía convenientemente el servidor informático para
hacer creíbles los datos de la explotación durante esa noche.
No sé ustedes, pero yo tengo una
capacidad innata para ir cabreándome poco a poco mientras mi pensamiento va
dándole vueltas a algún asunto estúpido. Desde la sonrisa irónica para
demostrar condescendientemente cómo me toca las narices una actitud mentecata
de un tercero hasta querer
arrasar con todo bicho que se me cruce por el camino solo necesito unos minutos,
tres o cuatro razonamientos enconados y algún deseo reprimido hacia esa
estúpida y toca narices tercera persona ya mencionada. Así que cuando llegué al módulo de control, la resaca había mutado
en feroz resentimiento hacia mis superiores y hacia toda la sociedad en general
por criar en su seno sabandijas indeseables que ven premiadas sus idioteces.
Entré a la caseta barruntando
alguna terrible venganza contra la putrefacción del sistema cuando me topé de
bruces con la nariz de un desconocido. El tipo, un chaval joven de aspecto
centroasiático que apenas habría empezado a afeitarse el mostacho, se asustó al
verme aparecer con mi cara de resaca y lo ojos inyectados en sangre. No me dio
tiempo a preguntarme quién era, ni siquiera a asustarme. Simplemente tuve una
reacción violenta al toparme con un desconocido que portaba un fusil y que
pisoteaba el cuerpo de Mijaíl, nuestro guardia ruso, el único cabrón que me
caía bien en aquel desierto caluroso e insufrible.
Antes de que el soldadito pudiera
gritar nada o llevarse el arma al hombro, le reventé la botella de whisky en la
cara soltando un improperio. Le quedó una bonita brecha en la cabeza mientras
se derrumbaba sobre mi amigo ruso. No me detuve a comprobar en qué estado
quedaban ambos, instintivamente le arranqué el fusil, un AK-47 más viejo
todavía que el de Mijaíl, y salí excitado, invadido por un extraño sentimiento
mezcla del pánico, la indignación y un gozo inexplicable.
En la sala de entretenimiento y
comunicaciones no había quedado nada entero, los ordenadores y el teléfono
satélite estaban hechos pedazos por el suelo o agujereados a balazos. Eso
explicaba los fuegos artificiales con los que creí haber soñado durante la
cogorza. Rescaté una cerveza que sobrevivía en la nevera y salí dándole un buen
trago para ayudarme a pasar otra aspirina: nada como un buen desayuno. Había
huellas hacia el oeste y, más allá de los inodoros químicos, alejados de las
torres de extracción antiguas, vi un grupo de gente. Eran mis compañeros
vigilados por dos tipos armados que discutían entre ellos. Otros dos intentaban
desatascar un viejo furgón soviético de la arena, a unos diez metros de donde
los dos primeros custodiaban al resto de trabajadores. Parecía un secuestro
chapuza en toda regla.
«El alcohol te matará»,
solía decirme mi madre cada vez que nos juntábamos a comer toda la familia en
Navidad. Este año no pudo ser, pero sonreí triunfal al comprender que, a pesar de las
reiteradas advertencias maternas, en esta ocasión era el alcohol lo que me
había salvado de aún no sabía qué. Qué rabia me dio no poder coger un teléfono
para restregarle lo acertado de mi comportamiento la noche anterior.
Dejé las disquisiciones
familiares y, aún enfadado, me di cuenta de que los dos secuestradores que
intentaban sacar el furgón de la arena habían dejado sus armas en el suelo, a
los pies de los otros dos que vigilaban. «Día de suerte para el caballero», pensé metiéndome en el papel de Harry el Sucio. Es curioso que, a pesar de todo lo que despotrico contra
lo que me rodea, mi actitud física más agresiva hasta esa misma mañana había
sido la de espantar moscas; y sin embargo en ese momento lo vi todo claro y sin
ningún cargo de conciencia. Me había quedado sin mis regalos de Navidad en casa
y todo me daba igual. Mucho. No pueden imaginarse cuánto.
El sol estaba detrás de mí, aún
lo suficientemente bajo para deslumbrar a los secuestradores, pero calentando
como un condenado; y la distancia de casi doscientos metros era perfecta para
probar en el mundo real mi puntería legendaria en el universo de las
videoconsolas.
Di otro trago a la cerveza, me
acomodé en el suelo y apunté. Al poner la mano izquierda delante de mi campo
visual, descubrí que en el anular brillaba un anillo, así que el recuerdo de la
piscina y la limonada debía de ser cierto. Resoplé con fastidio y me lo quité
para que no me molestara al disparar.
Primero lo hice a los dos que
empujaban al camión, antes de que pudieran refugiarse tras el vehículo. Después
a los otros dos, que pillados de improviso ni se plantearon siquiera esconderse
entre mis compañeros para que les sirvieran de escudos humanos. Desde luego,
cualquier indeseable con un arma puede conseguir, a pesar de su estupidez,
muchas de las cosas que se proponga. Y no sé si ese pensamiento iba por mí o
por los cuatro desgraciados que cayeron al suelo. ¿Quién los habría enviado
aquí y cómo se podía ser tan idiota como para dejarse pillar tan fácilmente por
aficionados? Esta pregunta sí iba dirigida tanto a los ex-secuestradores como a
mis compañeros.
No me devané los sesos en buscar
la respuesta, recuperé el anillo y la cerveza y me volví hacia las dunas. En el
camino vi que Mijaíl la emprendía a puñetazos con el jovencillo a quien le
había aplicado minutos antes el alcohol al mismo tiempo que le hacía la herida.
Sin que me viera, dejé el fusil en la puerta de su garita sabiendo que si yo no
aparecía él sabría atribuirse todo el mérito, y continué a terminar de pasar la
resaca entre las dunas. Desafortunadamente, cuando llegué al lugar donde había
pasado la noche, descubrí que no era tan acogedor como lo recordaba, y además
ya había dado el último trago a la lata de cerveza. Sin duda el día no iba
bien.
Mirando el envase en una mano y
el anillo en la otra, recordé que odiaba la limonada y yo era más de gatos que
perros. Así que,
sin mirar atrás, me convencí de que había llegado la hora de volver a ser
valientes y no preocuparme de que alguien me reprochara cada mañana que me
dejara destapado el tubo de la pasta de dientes. Además, lo del corte de
digestión es un mito que cualquier médico puede desmontar en medio minuto.
Conocía un poblado miserable en
las montañas, a una jornada de camino, en la que un viejo campesino una vez me
ofreció a su hija a cambio de hacerme cargo de sus tierras; o quizá era al
contrario, tampoco importaba mucho. Dejé que el anillo se me escurriera de las
manos y sonreí al darme cuenta de que yo siempre había querido tener un huerto
en las montañas.
Un huerto en las
montañas fue una de
las tres obras finalistas del Primer concurso de relato breve para los
empleados de la empresa Técnicas Reunidas, en diciembre de 2011.
Y ahora que os tenemos enganchados a la lectura y que os ha encantado la forma de escribir de David aprovechamos para recomendaros su libro A Macondo se va en línea recta, una divertida e interesante novela juvenil para todas las edades y que podéis conseguir aquí:
Y ya que estáis aprovecháis para daros una vuelta por la tienda y para hacer algún encargo de Papá Noel o de los Reyes Magos, que les encanta regalar buenos libros.
Esperamos que os haya gustado este primer regalo navideño y que hayáis disfrutado con el relato de David, al que desde aquí le agradecemos su colaboración y su implicación con la editorial ,¡te queremos, David!